Monday, February 11, 2008

Si no te hubieran adelantado la muerte







Aquí estoy, sin saber si soy un vivo o un muerto porque no sé si en la muerte existe el dolor, o la vida nos hecha como pariendo y por eso me siento tan aturdido ¿Seremos ciegos en la muerte, o no habrá nada que ver? Mas bien estoy vivo, tengo los ojos cerrados y me duele todo el cuerpo; empiezo a recordar, no creo en la muerte tendría caso hacerlo, así como no recordamos nada al nacer. Hubo un derrumbe mientras trabajaba; escogí este trabajo por hambre, todos en el pueblo somos mineros por la misma razón.

Mi padre me dijo cuando era niño que aquí el destino es conocido: nacer pobre, trabajar en la mina sacando plata y morir en la miseria con la piel pegada a los huesos y la silicosis asfixiándonos. También dijo que la pobreza es una enfermedad contagiosa y rara; nos la contagian los que no la tienen.

Desde que me hice minero, mi padre y yo volvemos juntos de la mina, siempre llenos de polvo, nos acostumbramos a vernos la cara sólo los domingos cuando no trabajamos, entre semana tenemos que adivinarnos los gestos. Y el me enseñó a arrastrar el cansancio, porque es más fácil arrastrarlo que cargarlo; a caminar por las calles polvorientas que se abren como una carcajada loca, atravesando, sin quebrar, los ladridos de los perros flacos y los gritos de los niños que se estrellan en las paredes haciéndose pedazos, o suben a perderse en la tardenoche; a respirar el aire pesado que llega como un aliento de borracho, como un suspiro angustioso; salpicado de alcohol y soledad; a llegar a la casa, tirarnos en la cama de tablas y contemplar su almanaque viejo; al fondo una montaña con pinos y un pico nevado; brillante como una estrella diurna y gigantesca, más abajo, chocando su superficie aburrida en la falda del monte, la llanura; llena de pasto verde, con un arroyo que no corre, donde según oí a mi padre en una de esas veces que el pensamiento no basta y se tiene que platicar uno solo en voz alta, los rayos del sol, en los días que no hay que calentar, se quedan dormidos en la ribera arenosa. Y viendo el almanaque soñar que la mina no existe, que somos campesinos y nos quemamos la piel y respiramos aire liviano y limpio; que los campos amanecen enzacatados y llenos de rocío; y las biznagas y los cactus son árboles de copas frondosas que nos hacen conocer las sombras frescas, aquí tenemos a veces sombras frías, frescas nunca. El si conoce la frescura, una vez se perdió durante días, fue a empujar el horizonte hasta que encontró unos abetos, se abrazó a su tronco y no supo como traernos su frescura, pensó que le duraría en el cuerpo durante todo el regreso, lo cierto es que llegó sin nada. No me enseñó a despertar en el momento que mi madre nos llama a la mesa eso lo aprendí solo. No le gusta aceptar que aquí la tierra es seca y molida; caliente en el día y fría en la noche; se cambia en los llanos de un lugar a otro y se ha bajado de los cerros dejando las raíces de los nopales con la mitad afuera; es hambrienta como nosotros, si alguien siembra se traga la semilla, jamás devuelve nada. Casi nunca llueve. Los nubarrones pasan de largo, algunas veces dejan caer unas cuantas gotas para regar nuestra esperanza. Si la llovizna llega, todos salimos a la calle y no hablamos para que no se asuste, sin embargo, pronto se va, creo que lo asusta es ver tanta miseria junta… Estoy tirado ¿Cuánto tiempo habré estado así? El brazo izquierdo no lo tengo quebrado; ahora muevo el derecho; puedo cerrar y abrir la mano. Empiezo a sentirme muy solo…Quisiera que estuvieras aquí, Mercedes, que fuera el domingo que te descubrí en el atrio de la iglesia, envuelta en tu vestido de popelina azul y un montón de pelo negro sin trenzar, desde entonces se terminó mi calma. Te esperaba al salir de la mina, contando el tiempo con los latidos del corazón, no se me ocurrió otra forma de hacerlo. La última vez tardaste trescientas cincuenta y siete veces, tuve miedo que llegara a quinientas, no sé que número sigue, mi padre me dijo que nunca tendría nada más allá de esa cantidad. Ese día decidí ya no perder tus ojos grises e inundados de tristeza, igual que aquel atardecer; las nubes cubrían todo el cielo como una humareda que salía del horizonte incendiado; el pueblo se veía como en un sueño poco profundo; borroso, con la obscuridad emergiendo.

Nos fuimos a caminar y a ver que el horizonte se apagaba hasta quedar del mismo color que la piel amarillenta de un minero muriendo después de una agonía prolongada. Platicamos poco, nos inventábamos en cada palabra y no podíamos inventarnos tanto; necesitábamos los silencios largos.

Te lo propuse de pronto, con la voz enronquecida. Y tú recargada en la pared de adobes y yo recargado en ti y mi boca en tus labios: bebiéndonos todo el amor y el frío y tu dolor breve al perder la virginidad; fuiste mi mujer cuando todavía algunos gritos de tu niñez recién pasada, se oían no tan lejanos y los senos no te acababan de crecer.

Decidimos ir a mi casa, nos dimos valor bebiéndonos un poco de noche y en un abrazo, sin más, nos convencimos de que yo ya era un hombre y tú una mujer.

Llegamos a la puerta, entré y me paré al lado de mi padre, vi el almanaque y le dije, sin voltear a verlo, que estabas afuera, que venías a quedarte. Se levantó rápido a ver quien eras. A insistencia mía los tres fuimos a la casa parroquial. Tocamos la puerta y esperamos hasta que apareció el cura envuelto en una cobija, con su olor rancio de misa primera.

Al ver que éramos nosotros se enojó y antes de que pudiéramos hablar, se puso a regañarnos gritando que ya sabía a lo que ibamos, que siempre era lo mismo, que éramos como animales y no entendíamos las cosas “Oiga padre- le dije- no nos trate así, nosotros también somos hijos de Dios ¿Oh no es cierto?” se acomodó la cobija y contestó con enfado: “A lo mejor… pero estoy seguro que no se acuerda de ustedes”. Nos tomamos de la mano y le pedí que nos bendijera. Me preguntó si había cobrado por la tarde, era sábado, y estiró la mano para que le entregara todo el sueldo de la semana: “Dámelo, eso es lo que cuesta la bendición”. “No sabía que las cosas de Dios fueran tan caras”. ¿Qué quieres? ¿Qué me muera de hambre? –estaba menos enojado: nos bendijo con la mano cerrada, sin soltar el dinero y sin hacer la señal de la cruz –Te puedes casar dentro de unos meses, cuando los case a todos en manada, con tantos a los que les pasa esto y ninguno tiene para pagar un matrimonio decente”.

Volvimos a la casa contentos. Mi madre te recibió bien, te enseño a darme de cenar y a la hora de acostarnos, nos fuimos al único cuarto. Mi padre levantó a mis hermanos de los petates, los puso a todos de un solo lado y dejó un rincón para nosotros dos, el petate más nuevo y una sola almohada… Las piernas las tengo bien, pero los golpes se están enfriando y ahora me duelen más: el pantalón está roto, me hice un raspón y me arde… Me casé el día de la virgen, después de la procesión, en una mañana despejada, el sol estaba solo en el cielo y los cohetes tronaban desde la madrugada. En el atrio de la iglesia estaban los músicos, eran dos, uno con una tambora y el otro con un violín. Mi padre les pagó y tocaron una melodía para nosotros. El de la tambora contó hasta tres y el del violín entró haciéndolo chillar, moviendo el arco para sacar un sonido pobre y lánguido. Era una melodía triste, de tonada lenta: el de la tambora daba cuatro golpes esperando que cada uno acabara de sonar, luego dos seguidos que se unían en el aire con las notas del violín y se iban danzando. Se hicieron una seña y terminaron casi al mismo tiempo, me quedé con una sensación de vacío en el estómago. No se porque les pedí que la volvieran a tocar., y Exiquio, así se llamaba el del violín, no quiso; la misa estaba empezando y él y su mujer eran una de las veinte parejas que nos ibamos a casar. El sermón fue el de todos los domingos; el cura dijo que la humildad es un don y que de los pobres es el reino de los cielos, que le estuviéramos agradecidos al Señor por tener trabajo y que comer. El dueño e la mina desde su lugar especial a un lado del altar, afirmaba con la cabeza. Esa fue la última vez que predicó lo mismo. Al día siguiente estalló la huelga. Al iniciar a trabajar dijeron que no se había llegado a ningún acuerdo y salimos todos de la mina a sentir el abrazo de una mañana que no era domingo. Permanecimos ahí durante todo el día; por la noche organizamos guardias.

El domingo oímos un sermón diferente. El sacristán se acercó al cura y le enseñó la charola vacía, nadie había dado limosna. Me daba la impresión de que el púlpito temblaba: “La pereza –empezó diciendo- es uno de los siete pecados capitales y todos ustedes, durante esta semana, han estado a merced de este pecado. No trabajar es contrario a la religión; no se dejen engañar, la huelga es una invitación a la pereza y han caído en la tentación” ¡No es cierto! – interrumpió uno de los del sindicato –“¡Sí! –contestó el cura - ¡Y además son unos muertos de hambre! – volvió a hablar el minero- ¡Nos están matando de hambre que es diferente! –se encaminó hacía la puerta - ¡Usted no siente hambre porque no trabaja y come en la casa del patrón”. Salió del templo y todos nos levantamos de las bancas como si hubiéramos estado de acuerdo y comenzamos a salir. El cura bajó del púlpito y corrió por media iglesia gritando “¡Esperen, desgraciados, no se vayan! –se abrió paso empujones y se paró con los brazos abiertos en la puerta - ¡Tienen que oírme – no pudo detener a nadie y bajó los brazos”. “Espere, señor Lenner – le dijo al patrón. Fue el último en abandonar el templo – le explicaré”. “Perdóname, padre –contestó Lenner – usted y yo ya no tenemos nada de que hablar”.

Por la tarde, el cura saco lo más valioso: los candelabros y el cáliz; desnudó a la virgen y se llevo su vestido bordado de oro y la corona de plata. Lo cargó todo en un burro y se fue cabestreandolo. “¡Me voy! – gritó a media calle haciendo bocina con las manos - ¡Quédense con su maldita miseria! –siguió cabestreando, riéndose y moviendo la cabeza -¡Bola de imbéciles!” … Me siento mejor, esperaré un poco para abrir los ojos y tratar de sentarme… A los pocos días llegaron como cien por el mismo camino que se fue el cura, venían encontrando sus huellas, les dijeron que donde empezaban se hallaba el problema. Todos vestidos igual, obedeciendo una sola voz y tronando cada paso cien veces dejando caer cien botas. Se pararon en la plaza, frente a la iglesia y se oyó la orden: “A trabajar, terminen rápido no quiero que dejen ni rastro de esto, ya saben lo que tienen que hacer… ¡Rompan filas!” Se dispersaron y vimos que traían más de cien odios, tal vez miles. Derribaron puertas y se metieron a las casas, preguntaban nuestro nombre y si estaba en la lista nos sacaban a empujones. Vieron tu embarazo y te golpearon el vientre a puñetazos, alcance a ver que protegías a tu hijo encogiéndote y cubriendo el estómago cruzando los brazos “Asegúrate que no nazca lo que tiene adentro, no sea que arme otro escándalo cuando se haga minero”. Oí que te tumbaron y no pude defenderte, me llevaban con las manos sobre la nuca empujándome con el cañón de un rifle “No intentes nada –dijo el que iba detrás de mi- o también nos llevamos al viejo”. Nos metieron a la iglesia, estábamos casi todos, faltaban los viejos y algunos que no pudieron agarrar. Cerraron las puertas y a los del sindicato se los llevaron a la sacristía.
Exiquio estaba cerca de mi, llevaba su violín. “Ven –lo llamé-, siéntate aquí y toca quedito esa canción triste, tu ya sabes cual, la de tonada lenta y notas que no quieren existir”. “No puedo” “¿Cómo que no puedes? –insistí -. La misma que tocaste el día que me casé ¿te acuerdas?” “No puedo –repitió – te voy a decir algo- sus ojos se iluminaron-, no sé ninguna melodía, nunca son igual, cada vez las invento”. “¿Las inventas? ¿Y cómo las haces tan tristes?” “Sentiste el vacío en el estómago ¿verdad? – se tapó la boca con la mano y ahogó la risa-, es que o tengo para comprar cuerdas y las hago de tripas de muerto”. “Bueno toca lo que se te ocurra”. “No puedo –levantó la mano y me enseñó el violín; había cambiado su expresión, ahora quería llorar -, me lo rompieron”.

Anocheciendo nos llevaron a todos fuera del pueblo: cuando pasamos por la casa de la Compañía, el capitán terminó de cenar en la mesa del portalito, se despidió del patrón y se unión al grupo. En el llano formamos un gran círculo; en el centro hicieron una fogata y colocaron a los del sindicato alrededor los acostaron bocabajo y les amarraron los pies y por detrás, las manos; después, les metieron la cabeza al fuego deteniéndoselas por el cuello con palos largos que tenían una horqueta en la punta. Creíamos que era un mal sueño, pero no, en las pesadillas todo se desvanece y ahí el dolor era tan eral, tan espeso, que se podía tocar sin ninguna dificultad; lo veía salir desgarrando las gargantas en forma de gritos enloquecidos; se pegaba al cuerpo erizándonos la piel y nos mareaba con su olor a sangre quemada. Nosotros, inmóviles, con los ojos fijos, sin poder dejar de ver, sin entender de dónde sacaban tanto odio y sin querer entender lo que decían. “Pongan atención – sus palabras nos llegaron hechas brasa, calientes como si hubieran pasado por la hoguera; sus rostros deformándose y formándose, como si fueran de humo y piedra -, ahí están sus héroes; ya no tienen cara, ya pueden irse olvidando de ellos. Pero vean, les vamos a quitar lo hombre aunque se están muriendo, por si alguna vez los recuerdan, piensen que eran un montón de carne o unos animales destazados”. A culetazos les destrozaron los testículos y los gritos volvieron; después se los cortaron con las bayonetas y los pusieron en un casco “¡Nos llevamos su orgullo – gritó el capitán y nos mostró el casco -, no sea que vuelva a nacer! ¡A éstos búsquenlos mañana – señaló con la cabeza a los del sindicato -, si no quieren que volvamos preséntese a trabajar cuando oigan el silbato de la mina!” Se los llevaron a terminar de matarlos a otro lado y me quedó en la boca el sabor amargo de la impotencia, los gritos los traigo metidos en la cabeza como un eco que sea repite y se repite infinitamente y no se quiere callar.

Los que estaban conmigo, se iban yendo, caminaban a buen paso, muy juntos, protegiéndose unos con otros, rozándose el cuerpo para repartir el miedo. No hablaban y veían al frente, hacia un punto conocido donde sabían que no había más que noche, nada más, ni siquiera los aullidos desvalagados de los coyotes, o la visión de las agonías interrumpidas y violentas, o algún remolino nocturno que hubiera decidido vivir su corta existencia a la luz de las estrellas, no había nada de eso, solamente noche. El temor no los dejaba ni pestañear y yo estaba quedándome solo. Caminé unos pasos, despacio, tambaleante, parándome a ver si oía algo que no fuera el silencio. Sin pensarlo corrí a alcanzarlos y no pude pararme, las piernas no me obedecieron y fui a dar a la casa, me sostuve en la pared, llorando y riendo y me resbalé poco a poco, al quedar acurrucado en el suelo ya me había decidido por el llanto, sentí humedad en las piernas y vi que estaba orinando.

Mi padre me ayudó a entrar y te encontré acostada. Mercedes, con la palidez inevitable que da la cercanía de la muerte, con un temor que crecía y no crecía ante la tristeza que se abrió como un hueco inmenso; más grande, mucho más que el vacío en el estómago y el sonido del violín juntos; y el temor fue apenas una gota pequeñísima, casi como la mitad de una lágrima que rodó un poco y dejó una tira de humedad salada que cualquier soplo hubiera podido secar, la tristeza quedó sola, incontenible y llena de tristeza, de palomas espectrales que en cada aleteo hacían más grande el hueco. Al verme preguntaste si podías confesarme tus pecados para que un día tuvieran perdón y no anduvieras penando tanto; le agarraste miedo a la vida, te aterrorizaron las últimas horas. Lástima que no tuviste una muerte tranquila, después de que el cura maldijo nuestra miseria pensaste que ser pobre es malo, que estar muriendo en una cama de tabla, prestada, cerrando los ojos y la boca para que lo que queda de vida se escape más despacio y tener que tragar estertores cuando la saliva se acaba, es un pecado mortal.

El último beso te lo día estremeciéndome y con la intención de no terminarlo; tuve miedo a la amargura que traigo pegada en la boca y el paladar como hollín en las chimeneas, sin posibilidad de vomitarlo, preferí tus labios secos y agrietados. Te besé sólo una vez, no sé por cuanto tiempo, el dolor me durmió; me separé de ti dejándote ya fría, inmersa en un sueño de labios amoratados, de quejidos muertos.

Si tu embarazo no hubiera sido de seis meses, tal vez se hubiera podido ocultar y su odio habría pasado sin verte y no tendría el remordimiento de haberte sepultado envuelta en una sábana; en cada palada echaba poca tierra para que no te doliera tanto al caerte encima; si no te hubieran adelantado la muerte, Mercedes. Quisiera que ahora que voy a abrir los ojos estuvieras aquí…No veo nada y ya los tengo abiertos ¿Estaré Ciego? ¿Oh tengo los párpados pegados?... No, no es eso, ya los separé con los dedos y ahora estoy seguro que no veo… ¿Qué fue eso? alguien que se quejó. Voy a contener la respiración… Ahí esta de nuevo. ¡No estoy solo! El tampoco me ve, entonces no estoy ciego, estamos en la oscuridad. Le hablaré, es bueno platicar con alguien… No, no voy a esperar que se me quite un poco el miedo… casi no puedo respirar, siento que el aire se está acabando…Sí, eso es…¡El derrumbe nos atrapó!...Si el aire se acaba vamos a morir en esta maldita mina en la que hemos vivido enterrados; sin siquiera oír un aullido de perro que nos anuncie que la vida se acabó… ¿Se oyeron golpes?... ¡Vienen a buscarnos! Se oyen lejanos…Se está moviendo, creo que ya oyó el golpeteo. El aire es cada vez menos y no va a alcanzar…Bueno, quien sabe si para uno solo… Lo mataré, me acercaré hasta donde calculo que está… No; pero no así; él sabe que estoy aquí. Le hablaré, le propondré que tratemos de matarnos porque uno de los dos tiene que morir para que el otro viva un poco más… No, si se quien es no voy a poder matarlo…Trataré de matarlo sin hablarle y ojalá el haga lo mismo. Toseré para avisarle que aquí estoy…Me entendió, se está moviendo. Ahora si vamos a ver quien queda vivo. Se está acercando, oigo sus paso; quisiera decirle que no siento odio. Está mas cerca, lo sé porque oigo su respiración agitada…No vayas a hablar ni una sola palabra por lo que más quieras, no quiero arrepentirme ni que te arrepientas…Ya te tengo en el suelo; ahora sólo hay que montarme en ti y apretarte el cuello; no siento odio, de veras, no te lo puedo decir pero entiéndelo. Te voy a ahogar para que no sigas consumiendo más aire. Perdóname si lo mato, Mercedes, pero quiero intentar vivir para que juntemos tu recuerdo y mi soledad y se vayan hasta el horizonte incendiado, o más allá, a un vallecito que tengo pensado, donde los pájaros no bajan, ven todo desde arriba con sus ojos sin pestañas, pasan volando y sus sombras agrandadas se arrastran por el suelo hiriéndolo. Hay un arroyo de pocas pretensiones, se puede cruzar de cuatro zancadas, se llega al fondo sin mojarse la rodilla y ni siquiera peces tiene… Me esta pegando con una piedra; no importa, el último golpe lo sentí débil; los otros me destrozaron la cara. Esta arqueando el cuerpo… Ahora lo aflojó por completo, le daré el último apretón porque no sé si me estoy desmayando o muriendo y la oscuridad me está dando vueltas.
Ja ja j aja ese señor que está enfrente de mí dice que es el juez j aja ja el juez ja ja y dice que yo mate a mi padre; no quiere creerme que no hablamos nada y no supe a quien mataba j aja ja.

Pinto

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