Pedro iba empapado de sudor, trepando por el peñasco, escondiéndose de los rurales que lo perseguían y que eran reteligeritos para jalarle al gatillo, tronando sus mausers y haciendo que las balas pasaran sobre su cabeza zumbando como moscardones. Las manos y los pies le sangraban de tanto raspón y araño que se iba haciendo en la huida, pero Pedro, liviano como si fuera venado, nomás brincaba de una piedra a otra, encorvado para no hacer blanco, a veces arrastrándose igual que lagartija, pegado a la tierra y respirando polvo.
Hace dos días que me subí pa’ la sierra. Dos días y una noche, una noche que fue larga y dolorosa, de puro darle vuelta al entendimiento, de estar jalonando los pensamientos que se arrempujan unos a otros, nomás haciéndose bolas. Y todo pa’ qué, sí ya no tenía remedio, Aureliano estaba bien difunto, todito muerto. Si no lo supiera yo que lo dejé tirao en medio del barbecho, con el gaznate rajao de orilla a orilla. Y es que se lo había ganao, me había querido sacar provecho, enredándome las cuentas y volviendo ceniza mis tierras.
El sol estaba colgado de lo mero alto del cielo pelón, sin una nube de consuelo siquiera, calando duro en la espalda de Pedro, que ahí iba avanza y avanza, escabuyéndose de la mirada de los rurales, tratando de alcanzar la ladera de la barranca para meterse entre el robledal y las manzanillas, donde ya no pudieran andar los caballos de sus perseguidores. Le faltaba un suspiro para llegar a la orilla de la arboleda, pero se le hacía largo largo el tramo, como los surcos del barbecho que recorría agachado, de punta a punta y a los cuales no se les ve la orilla de tanto que reverbera el sol, pero que siempre terminan. Eso le daba ánimos a Pedro, la esperanza de que la persecución también tenía que terminar en la punta de la arboleda, donde ya tendría todas las ventajas y podía ganar para diferentes lados, dejando a los rurales sembrados en la barranca, queriendo olerle el rumbo, queriendo adivinarle el pensamiento para adelantarse y cortarle el camino.
El asunto me había enmuinao, pero yo me dije, esto debe tener una explicación y me arrendé pa’ onde Aureliano. Cuando llegué con él le dije mis pareceres, pero me respondió que yo andaba errao y que ya no había vuelta de hoja, que él tenía los papeles firmados y que ora esas tierras eran suyas. Yo le dije que las cosas no se arreglaban dese modo, quiba a solventarle la deuda realizando unos animalitos, pero que eso requiere su tiempo. Total que el Aureliano me mandó a la fregada, y de a dos veces, porque me tiro a loco y se robó mis tierras. Entonces yo me dije, pues nos vamos Aureliano y antes que se diera cuenta que lo prendo con la rozadera y le abro el pescuezo.
Era bien de madrugada cuando lo despertó el golpeteo de los cascos de los caballos, Pedro estaba encogido y cobijado con el gabán, acurrucado en una hondonada del arroyo. Abrió los ojos y divisó una uñita de sol apenas, colorada como tizón ardiendo, que desparramaba su luz sobre el cielo y que iba calentando las gotas de rocío regadas sobre las hierbas. Oyó que los caballos venían al paso, y muy despacito se asomó por encima del cauce del arroyo, vio dos rurales que avanzaban en fila y que iban a pasar unos cincuenta metros más abajo de donde él estaba y todavía más allá de éstos alcanzó a divisar otros tres rurales que andaban al parejo, separados entre sí unos diez metros. Se despojó del gabán y se echó a andar pegado a la barranca del arroyo, teniendo cuidado en cada paso para no hacer ruido. Volteó para atrás y vio a contra luz la silueta de un rural que se estiraba sobre los estribos, buscando con la vista en el horizonte, cubriéndose del reflejo del sol con la mano, mientras que con la otra sostenía la rienda y el fusil. Pedro apresuró el paso y empezó a brincar sobre las piedras del arroyo, oyendo como los caballos tomaban el rumbo contrario.
Fui a la casa y eché en un morral algo de comida y un guaje con agua, tomé la pistola y la metí entre el cinturón. Margarito llegó corriendo a avisarme que ya habían mandado llamar a los rurales y que lo mejor era que me pelara. Entré al corral y subí a la barda, salté y caí en medio del callejón, después agarré rumbo a la Cofradía con la idea de alcanzar la Sierrita y de ahí bajarme a Bartolo, onde me estaría quieto un tiempecito, pa’ ver que color agarraban las cosas.
Por ahí del mediodía Pedro oyó el primer tronido de los mausers y vio como se levantaba una polvareda a sus pies. Se tiró al suelo y volteó a ver de dónde venía el disparo, alcanzó a ver la nubecita de humo que se levantaba atrás de una loma y escuchó el galope de los caballos. Se enderezó y corrió hacia el cerro, por el lado de los peñascos. Lo acicateó una nube de abejorros calientes que iban levantando tierra y destrozando piedras a su alrededor. Llegó a la ladera y empezó a trepar, ocultándose entre las piedras.
Cuando iba por la laguna me topé con una partida de rurales que caminaban formaos en abanico, cerrando el paso hacía la Sierrita, seguro también habían tapado las salidas de las Lajas y de Pacheco, no dejándome otra que cruzar por el potrero pelón de El Alto, de ahí me fui hasta la cañada onde me agarró la noche, ya estaba envarado de tanto caminar y correr así que me tiré junto al arroyo a tragar unas tortillas. Allí me quede dormido.
Pedro oyó los caballos cada vez más cerca y sacó la pistola, se asomó y agarró el arma con las dos manos, se apoyó en una piedra e hizo fuego. Los primeros dos tiros le pegaron en el pecho al caballo que venía hasta adelante, derribándolo de bruces y haciendo que el rural saliera lanzado por el aire. Continuó disparando a los demás que trataban de esconderse en medio de la polvareda que habían levantado al rayar los caballos. Acabó la carga de la pistola sin haber acertado a ningún otro de sus perseguidores, pero logrando detenerlos.
Me les pelé a los rurales que venían barriendo la cañada, pero sólo por una rato, parece que tienen olfato de perro. Me alcanzaron aquí en el peñasco y le empezaron a atizarle a la lumbre, en la refriega tumbé uno pero se me acabaron las balas. Ellos todavía están acurrucados detrás de las piedras allá abajo, esperando que enseñe el cuerpo. Si paso el peñasco, el cerro me tapará la espalda mientras me hago hasta el robledal y de ahí me les vuelvo humo.
En boca de otro ...
Pedro llegó a lo alto del peñasco y saltó hacía el otro lado, cayó y se fue rodando hasta que quedó medio sentado, recargado en una piedra. Se iba a levantar cuando oyó el siseo, volteó hacia su derecha y vio la serrana junto a su pierna, con la cola levantada y agitando el cascabel, encogida y lista para asestar la mordida. De la ladera donde se encontraban los rurales no se escuchaba nada y el siseo crecía, la víbora inmóvil, con cabeza como punta de lanza sólo lengüeteaba. Pedro sentía el sudor que le bajaba en arroyos por el cuerpo, tenía la boca reseca y se sentía mareado. La víbora se arrastró lentamente y Pedro recordó la sangre de Aureliano deslizándose entre los terrones de los surcos, brillando de tan roja. Soltó el aliento que tenía contenido, provocando que el animal se pusiera alerta y meciera nuevamente la sarta de anillos del cascabel. Miró el cielo con su gran mancha amarilla que lo apachurraba todo contra el peñasco y luego miró a la víbora, con sus manchas como las manchas de los montes de la sierra. Tanteó la distancia entre la serrana y su pierna para ver si podía quitarla antes de que lo mordiera el animal, pero sabía que éste volvería a lanzarse como un resorte, alcanzándolo irremediablemente. También sabía que allá del otro lado del peñasco, los rurales se acercaban. Entonces cayó en cuenta de que la única oportunidad que tenía, era tratar de agarrarla antes de que llegara a la pierna. Jaló aire despacito, como si fuera el último y no quisiera acabárselo, cerró los ojos e imaginó la noche cobijándolo con una piel de mujer morena, con olor a agua de río, luego los abrió y sacudió la pierna al mismo tiempo que estiraba el brazo. La víbora se lanzó con el hocico abierto, soltando hilos de baba. Pedro se estremeció y sintió que se le vaciaban las venas, abrió los dedos como si fueran garras de gavilán y después los cerró bruscamente sobre la serrana, hundiéndolos en la carne, el animal chicoteó y trató de enredársele en el brazo, pero le azotó la cabeza contra las piedras hasta que se aflojó todita quedando colgada de su mano. Pedro sintió que otra vez estaba pisando la tierra, que sus pulmones seguían hinchándose con el aire del campo y que el sudor de su cuerpo se secaba bajo ese sol inmenso. Agarró la víbora con las dos manos y la alzó sobre su cabeza para mostrarla a la serranía.
En ese momento, bajo un cielo azúl profundo, lleno de luz, Pedro sintió una mordida, la de dos balas calientes que le destrozaban la espalda.
Moralito
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