Durante la campaña política de José López Portillo (en aquellos años lejanos del imperio del PRI), el pueblo de Colotlán se arremolinaba en la explanada de la plaza de la iglesia en espera de la aparición del candidato; mientras tanto, Don Antonio Aguilar, (especie de maestro de ceremonias) rodeado del jolgorio y la expectación que producían los mítines políticos, hacia el relato de las anécdotas que despertaban la simpatía a favor del candidato oficial y aprovechaba la ascendiente que tenia con los campesinos para arengarlos para que le favorecieran con el voto. Entre los comentarios que fueron vertidos en esa ocasión, uno en especial tocó las fibras más sensibles de la muchedumbre que se aglutinaba alrededor del estrado y es que en cierto momento de especial dramatismo el líder moral y héroe de nuestra región confesó de manera harto sentimental y en confidencia que “él” había sido testigo de las lágrimas de don José, vertidas en un momento singular de su vida familiar, dándonos la doble certeza de que tanto el candidato era un hombre sensible como Antonio Aguilar una persona allegada a él. ¡Que mejor recomendación! ¡Que mejor manera de endosar las preferencia, que plantar esa imagen de hombre dolido en la intimidad para establecer esa identificación con el pueblo desde siempre caído y lastimado!
Antonio Aguilar y sus temáticas cinematográficas y de música vernácula condensaban el valor del arraigo y de la tierra, esos mundos de campesinos indefensos en lucha perpetua contra el poderoso convirtieron a sus películas en un poderoso imán de taquilla para aquellos a quienes las revolución los encampanó en una lucha por la posesión de la tierra en la que en los tiempos modernos la sola posesión no garantizaba nada, ni siquiera un vida digna en la que se requería no solo de ésta, sino también los insumos, los créditos y los saberes para hacer del campo una oportunidad de vida. Sin embargo ni Antonio Aguilar con todos los personajes que hicieron de él un icono en la lucha contra las injusticias sociales pudo hacer nada cuando al final del sexenio de López Portillo, éste volvió a llorar, no en la intimidad compartida solamente por los amigos cercanos, sino ante todos los mexicanos y el mundo quienes presenciamos su último informe de gobierno, ése López Portillo que se dispuso a administrar la riqueza proveniente de la abundancia de nuestros mantos petroleros y que por errores de cálculo y excesos populistas dejó, no solo al agro y a nuestra región, sino al país entero sumido en la bancarrota, en ése su último informe de gobierno volvió a llorar y todos lo vimos, solo que en ésta ocasión no era el relato de la lágrima para despertar las simpatías que lo llevarían al trono, eran más bien la lágrimas de la vergüenza o las del perdón. Los que estuvimos ahí, estoy seguro podemos unir con una línea imaginaria el momento de ascensión y el de caída: lágrimas para favorecer el ascenso al poder y lágrimas para disculpar todos los pecados cometidos en contra del pueblo en el ejercicio de él, paradoja que seguirá gravitando en la memoria colectiva que atestiguaba, desde el estrado, o a ras de suelo, desde la inmovilidad y la falta de futuro, desde la mentira el engaño y la demagogia, desde múltiples sitios fuimos testigos del maniobrar de una maquinaria política ya en extinción en una plaza húmeda por la lluvia que instantes previos había caído.